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La La Land

Crítica del musical de Damien Chazelle

Publicado: 2017-01-23

Baz Luhrman agregó el exceso posmoderno al musical de Hollywood a finales del siglo XX y dejó una huella imborrable en la historia, ya sea en su faceta más fresca (Romeo y Julieta) o en el estilo más insípido (Moulin Rouge). Y así, hay muchos directores que se apropiaron del género que hizo brillar a actores como Fred Astaire, Debbie Reynolds y Gene Kelly. No solo el australiano Luhrman; hace ya cincuenta años Jaqcues Demy había dirigido Los paraguas de Cherburgo que coqueteaba con esa vena musical; también Woody Allen, Lars Von Trier, John Cameron Mitchell, incluso espíritus de menor presupuesto como John Carney en Once. Ahora la incursión fue llevada a cabo por Damien Chazelle, pero con un resultado que podría adolecer de identidad. 

Qué mayor expectativa podía generar un cineasta que venía de dirigir una de las mejores cintas en exhibición comercial del 2014, estamos hablando aquí de Whiplash. Y vaya que causó interés, ya que al igual que Whiplash, había aquí un espíritu musical que se podía ir percibiendo en La La Land.

Chazelle apuesta por introducir algunas anomalías al género; por ejemplo, en exteriores no siempre los rostros de los actores lucen gloriosos o resaltados por la iluminación, lo que contrasta con el júbilo de las secuencias más encendidas del filme. También hay una intromisión del sonido diegético en la banda sonora que desplaza con rapidez a la música, como en el prólogo, cuando termina el baile inicial en el tráfico y la música desaparece completamente y de golpe suena la radio de Ryan Gosling en el mismo plano.

El director aplica también convenciones que están ejecutadas con maestría; en definitiva, los planos secuencias, con travelling incluido, son brillantes. Los mejores momentos en los que los personajes hacen avanzar la historia con sus jocosas acrobacias y dicción melódica, están maravillosamente coreografiados (como la fórmula manda).

Sin embargo, hay un elemento crucial que le resta fuerza al film, gran parte del mismo se resuelve con secuencias de manual, de tono melifluo y edulcorado, de precariedad conceptual, porque los personajes comienzan a hacer cada vez cosas más vistosas y llamativas con tal de levantar la película hasta ese cielo estrellado en el que bailan Gosling y Stone, pero no basta con ese derroche de talento.

Lo que sí, Chazelle dinamiza visual y sonoramente. Juega con el lenguaje de forma acertada, algunas reminiscencias de ese final apoteósico y autodestructivo de Whiplash están presentes; por ejemplo, en la secuencia en la que Emma Stone baila en el bar al ritmo del piano de Ryan Gosling, se arma un festival de paneos y barridos. Otro momento que destaca, el concierto en el que Sebastian (Ryan Gosling) toca con la banda de jazz “juvenil” canciones que evidentemente odia, el cruce de miradas con Mia (Emma Stone), quien observa sorprendida desde el público la prostitución artística de su amado, es intenso.

Fuera de que el balance no es tan favorable, porque los aciertos son inconexos y aislados, sí hay una escena que es magnífica. Es completamente atípica, el momento climático, donde todo está por derrumbarse, la gran discusión, filmado a ritmo del más clásico y limpio plano-contraplano. ¡Solo ese gesto es más avezado que diez musicales juntos! ¿Por qué funciona? Quizá porque se siente más real.

Esos grandes aciertos que ha tenido Chazelle hacen que la película no sea mala y que todavía se le pueda tener aprecio por querer repotenciar la intensidad musical dentro del cine. Sin embargo, creo que muchos extrañaremos el alma y corazón que dejó en Whiplash hasta que nos vuelva a sorprender, que esperemos sea muy pronto.


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